Solo con traspasar el umbral de la estación de Palma ya te sientes transportado en el tiempo. El singular recinto ferroviario constituye un oasis de calma y sosiego en medio del trajín de la ciudad.
La estación, ubicada junto a uno de los nodos de Palma de Mallorca, la Plaza de España, está compuesta por un edificio modernista de tres cuerpos, las cocheras y el espacio de las vías, donde a menudo descansa alguna locomotora o vagón de pasajeros.
Si llegas con tiempo suficiente, desde el andén, cubierto de una marquesina que ofrece sombra y resguardo al viajero, puedes contemplar las maniobras de acople del automotor al resto del convoy, un proceso que, entre los toques de trompetilla de los guardavías y los graves pitidos de la vetusta máquina, se ha repetido diariamente durante más de un siglo.
También puedes visitar la exposición «50 paisajes de Mallorca», una muestra pictórica que cubre las paredes de una antigua cochera reflejando la visión que han tenido de la naturaleza de la isla importantes artistas locales y foráneos .
Es la hora de emprender el viaje. Subes dos baldas y, ya en la plataforma del vagón, accedes a su interior a través de una puerta acristalada: suelo, paredes y techo de madera lacada; ventanas de guillotina, apliques dorados y asientos de cuero y metal.
El tren de Sóller conserva el mismo aspecto desde su inauguración, gracias al cuidado artesanal y continuo que ha recibido a lo largo de los años. Los asientos pueden intercambiar su posición para que el viajero pueda elegir si sentarse frente a sus compañeros de grupo o hacerlo de forma separada, de cara al sentido del viaje. En el vagón de primera clase, unos sofás sustituyen a los asientos, haciendo el viaje todavía más cómodo. Una atalaya rodante única para la contemplación del paisaje mallorquín, con el sabor de la “Belle Époque”.
Inicias el viaje. Un trayecto de una hora de duración que te lleva a otro tiempo y a otra Mallorca. A la época en la que las cosas sucedían de modo más pausado y el tren era un artefacto moderno que representaba el futuro y el progreso. A la Mallorca de los abuelos, la más desconocida, la agrícola y tradicional, donde la naturaleza está esculpida piedra a pìedra, bancal a bancal, para poder extraer todo el fruto de la siembra.
Tras unos minutos de recorrido urbano, el Tren de Sóller va cruzando los últimos arrabales de la ciudad y sale de la misma en dirección norte, rumbo a su destino en el corazón de la Serra de Tramuntana. La primera parada es en la estación de Son Sardina, una parroquia de Palma de carácter rural.
Ya fuera de la ciudad, el camino de hierro se adentra en línea recta en el campo mallorquín, la Part Forana, como llaman los isleños a todo el territorio que no pertenece a la capital. A ambos lados del convoy, el paisaje, con el telón de la sierra al fondo, se cubre de campos de algarrobos y almendros. Estos últimos, cuando están en flor a principios de febrero, constituyen una de las típicas postales del paisaje interior de Mallorca.
A lo largo de este tramo se pueden distinguir grandes casas rurales que presiden los diferentes predios: Sa Font Seca, Son Termes, Son Amar, Raixa y s'Alqueria Blanca.
Una vez superados los apeaderos de la carretera de Santa María y el de Caubet, la vía se adentra, ya más elevada, en un bosque de pinar mediterráneo para desembocar en la villa de Bunyola, edificada al pie de la Serra d’Alfàbia. Su estación se conserva tal como fue erigida, hace más de cien años, con un señorial edificio principal y una subcentral eléctrica transformadora del año 1929. A sus pies se extienden jardines y campos de limoneros que inundan el ambiente de aroma cítrico.
Saliendo de Bunyola llaman la atención tres edificios: Sa Torre o Villa Francisca, de estilo modernista; s'Alqueria d'Avall, una típica finca mallorquina de montaña, y la alquería de Alfàbia, una casa que data de los tiempos de la dominación árabe rodeada de jardines de inspiración andalusí.
No obstante, todavía falta lo más espectacular del trayecto. Dejando atrás Bunyola, se puede observar un cambio en el paisaje, ya que nos adentramos en los parajes del olivar, característico de la Serra de Tramuntana.
Son olivos centenarios, de amplias copas y gruesos troncos esculpidos por el tiempo, con la singularidad de que estan sembrados en las laderas mediante la construcción de bancales sustentados por muros de piedra seca, sujeta sin argamasa, llamados “marges” en catalán. Esta modificación humana del entorno natural que escalona las laderas de las montañas para hacerlas cultivables es una de las peculiaridades que han convertido la Serra de Tramuntana en Patrimonio de la Humanidad en la categoría de Paisaje Cultural.
El tren se sumerge traqueteante en el paisaje a través de una trinchera excavada en la roca y cruza el primer túnel de los trece perforados para salvar la agreste geografía. El siguiente es el más largo, con una extensión de casi tres kilómetros.
En su interior el ferrocarril llega al punto más elevado de su recorrido, unos 200 metros por encima del nivel del mar. Se encienden las lámparas en el interior de los vagones, en el exterior se hace la oscuridad más absoluta. Empujado por el émbolo que conforma el convoy, el aire aúlla como un fantasma atrapado en el interior de la montaña. Si abrimos ligeramente nuestra ventanilla, esa brisa húmeda, con olor a musgo y helecho, golpea fría, mientras las ennegrecidas paredes del túnel se deslizan veloces a pocos centímetros de nuestros rostros.
Unos minutos después, el tren aparece en la vertiente de Sóller en un estallido de luz y verdor. Todavía estamos en plena montaña, rodeados de olivar y bosque de pinar y encina, circulando por la pared de una hondonada que precede al valle. Ahora toca serpentear por la ladera para un descenso suave hasta nuestro destino. Túneles, puentes y viaductos hacen posible que la vía supere los numerosos obstáculos y desniveles naturales.
A nuestra derecha se expande el Valle de Sóller, cubierto de huertos de naranjos y limoneros, circundado por las altas montañas que se recortan sobre el cielo: Serra d’Alfàbia, Es Cornadors, L’Ofre, Serra de Son Torrella y la imponente mola del Puig del Migdia, que preside majestuosa la espectacular panorámica.
Igual que un carrusel de fotografías, cada salida de un túnel nos ofrece, desde una altura privilegiada, una nueva perspectiva del frondoso valle, de la singular villa y de las agrestes montañas. El mismo paisaje no repetido que aparece y desaparece ante nuestros ojos por la magia del curvilíneo trazado.
En la ladera del Pujol d’en Banya, el tren especial (solicita información en la taquilla de la estación de Palma)realiza una parada técnica de unos diez minutos que nos da la oportunidad de bajar del tren para poder observar y fotografiar desde el mirador el paisaje abierto a nuestros pies.
Reemprendida la marcha, el tren se suspende sobre el viaducto curvo que salva el Torrent dels Montreals, conocido popularmente como “els cinc ponts” por sus cinco arcos de mampostería. Más allá penetra en el túnel “500”, llamado así por su medio kilómetro de longitud. Su trazado dibuja un giro de casi 180º, de manera que a la salida del mismo, casi sorpresivamente, el valle reaparece a nuestra izquierda.
El convoy circula ya por las cercanías del pueblo, cruzando pequeños huertos de naranjos, hasta que, superado el último túnel, se desliza plácidamente hasta la estación de Sóller.
La ciudad presume de cultivar las mejores naranjas del mundo, cuya exportación a Francia y a otros países europeos floreció en el siglo XIX, cosa que motivó la emigración de muchos sollerics al país galo y, por tanto, la influencia de la cultura francesa y los lazos fraternales con ese país.
El tren anuncia con un pitido final su entrada en la estación, marcada por la visión de los diversos elementos que la componen: las cocheras, los talleres, los almacenes, los cruces de vía y los muelles de carga. Más allá la subcentral eléctrica que da corriente a toda la línea férrea.
El pasajero desciende a un amplio andén bajo la sombra de los enormes plateros que le dan cobijo. Para bajar hacia la Plaza de España, lugar donde se ubican la primera parada del tranvía hacia el Puerto y un furgón ferroviario en el que se emplaza la oficina municipal de información turística, el viajero cruzará, por medio de una larga escalinata, el edificio principal de la estación, el gran casal de Can Maiol.
Esta casa data del siglo XVII y ha sido, a lo largo de los siglos, fortificación defensiva, fábrica y hostal, entre otros usos. A pesar de las reformas de adaptación a las nuevas funciones, todavía conserva su carácter tradicional. En su planta baja se pueden visitar gratuitamente las salas de exposición Miró y Picasso, de la Fundación Tren del Arte, con obras originales de los dos artistas universales.
El viaje no ha terminado. Todavía nos quedan múltiples oportunidades de visita y de paseo. Sóller nos ofrece sus edificios modernistas, su espectacular iglesia, su siempre ajetreada plaza central, sus callejuelas empedradas, sus comercios tradicionales y sus museos. Y el tranvía que nos invita a otro singular viaje hasta el Puerto.